LA PRINCESA MICOMICONA
Lengua y Literatura española para los amantes de las letras.
viernes, 29 de abril de 2016
viernes, 1 de abril de 2016
viernes, 26 de febrero de 2016
sábado, 13 de febrero de 2016
Capítulo uno
La princesa micomicona en el quijote
CAPÍTULO XXVIII
Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la mesma sierra
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha1, pues por haber tenido tan honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería gozamos ahora en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no solo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que en parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia2; la cual prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo3, cuenta que así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos4, que, con tristes acentos, decía desta manera:
—¡Ay, Dios! ¡Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo! Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano5, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno a unI mozo vestido como labrador, al cualII, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría6, no se le pudieron ver por entonces, y ellos llegaron con tanto silencio, que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había, y asíIII lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía, el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas7, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía ansimesmo unos calzones y polainas de paño pardo8, y en la cabeza una montera parda9. Tenía las polainas levantadasIV hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar10, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable, tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:
—Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos que pudieranV los del sol tenerles envidia11. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer12, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio si no hubieran mirado y conocido a Luscinda: que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquella. Los luengos y rubios cabellos no solo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto les sirvióVI de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve13; todo lo cual en más admiración y en más deseo de saber quién era ponía a los tres que la miraban.
Por esto determinaron de mostrarse; y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza y, apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían, y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie y, sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de ropa, que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos, cuando, no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo:
—Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que los que aquí veis solo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis en tan impertinente huida14, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros consentir.
A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola por la mano, el cura prosiguió diciendo:
—Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno15, y traídola a tanta soledad como es esta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto ni llegar tan al estremo de serlo (mientras no acaba la vida), que rehúya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía, o señor mío, o lo que vos quisierdes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte, que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias16.
CAPÍTULO XXIX
Que trata de la discreciónI de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo
—Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las lágrimas que de mis ojos salían tenían ocasión bastante para mostrarse en mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Solo os ruego, lo que con facilidad podréis y debéis hacer, que me aconsejéis dónde podré pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser hallada de los que me buscan; que aunque sé que el mucho amor que mis padres me tienen meII asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la vergüenza que me ocupa solo el pensarIII que no como ellos pensaban tengo de parecer a su presencia1, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser vista que no verles el rostro con pensamiento que ellos miran el mío ajeno de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio2, diciendo:
—En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de poco era el que le nombraba3, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido, y así, le dijo:
—¿Y quién sois vos, hermano4, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado.
—Soy —respondió Cardenio— aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposaIV. Soy el desdichado Cardenio, a quien el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha traído a que me veáis cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, DoroteaV, soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando5, y el que aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y, así, dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel puntoVI aborrecí, como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá porVII guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que a entrambos nos tuvieseVIII el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser y no se ha enajenado ni deshecho6. Y pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos, señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os juro por la fe de caballero y de cristiano de no desampararos hasta veros en poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero y poder con justo título desafialle, en razón de la sinrazón que os hace7, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo, por acudir en la tierra a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo, se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por entrambos y aprobó el buen discurso de Cardenio y, sobre todo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban8, y que allí se daría orden como buscar a don Fernando o como llevar a Dorotea a sus padres o hacer lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado suspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con la estrañeza de la locura de don Quijote, y como aguardaban a su escudero, que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la pendencia que con don Quijote había tenido, y contóla a los demás, mas no supo decir por qué causa fue su quistiónIX, 9.
En esto oyeron voces y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándoleX por don Quijote, les dijo como le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia10; y que si aquello pasaba adelante, corría peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser: por eso, que mirasen lo que se había de hacer para sacarle de allí. El Quijote en el centro virtual Cervantes
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